martes, 8 de enero de 2013

Un viaje por el "Castillo Interior" (I)

Acabo de comenzar la lectura del libro "Castillo interior", o "Las Moradas", de Santa Teresa de Jesús. Y es que uno a veces se cansa de lo que ya está acostumbrado a leer, y busca un lenguaje y unas vivencias diferentes, dentro de la riqueza que aporta la tradición compartida a lo largo de la historia de la Iglesia. 

Y me ha sorprendido encontrar, ya desde el principio, una observación tan actual: la necesidad de conocerse a sí mismos ("qué bienes puede haber en esta alma, o quién está dentro"), y de hacerlo no de forma aislada, sino en el marco de nuestra relación con Dios ("a mi parecer, jamás nos acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios"). Muchas resonancias de la antigüedad clásica (como el "Conócete a ti mismo" del frontispicio del templo griego de Delfos) y de la antigüedad cristiana (como el "Tú estabas dentro de mí", "más interior que mi mayor intimidad", de San Agustín). Y muchas, también, del actual psicologismo que tanto ayuda a entender algunos mecanismos de la propia experiencia vital y espiritual, pero que puede quedar tan limitado cuando lo reducimos al mero mirarnos a nosotros mismos y no ir más allá de nuestro ombligo. La Santa lo tiene muy claro: "si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente".

En este vernos a nosotros mismos en relación a Dios encuentro también otras resonancias. Por un lado, del relato de la "creación y caída" (Gn 1-3), que pretende explicar el origen del hombre y su caída a partir de un supuesto estado ideal que nuestra actual concepción evolucionista hace difícil de asumir. Sin embargo, los símbolos presentes en ese relato aún tienen mucha actualidad, y uno de ellos es el que me me interesa en este momento. Se trata de una de las consecuencias del pecado, o quizás de uno de sus criterios definidores, y que podría valer muy bien como una de las posibles comprensiones actuales del concepto de "pecado original": el hecho de que el hombre ya no se considere a sí mismo en relación con Dios, sino de forma autosuficiente desde sí mismo. "Te oí paseando por el jardín, y tuve miedo, porque estaba desnudo". Comer del "árbol del bien y del mal" le había dado capacidad al hombre de pensar y conocer por sí mismo, colocándose al margen de la relación acogedora que, hasta el momento, había vivido con Dios. Quizás una gran lección a aprender de esto sea la de utilizar el conocimiento siempre desde la perspectiva de nuestra relación con Dios, de nuestro ser en Dios, incluso el conocimiento de nosotros mismos que cualquier psicología pueda ofrecernos.

La segunda resonancia tiene que ver con la posibilidad que al hombre creyente le abre, precisamente, ese contemplarse en las manos del Dios de la misericordia. Porque al hombre no creyente no le queda más que limitarse a su propia realidad, a la propia realidad contingente; pero "si nunca salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente". La vida no creyente debe ser capaz de situarse y comprenderse dentro de esta contingencia, de esta mediocridad que la vida es si no se la comprende en un marco más amplio en el que encuentre sentido.

Es precisamente ese marco el que, desde la perspectiva creyente, nos ofrece Dios: la conciencia de que nuestra contingencia y nuestra limitación no lo es todo, de que están inmersas en una realidad de plenitud que tiene sentido, y de que la acogida misericordiosa de Dios nos permite asumir nuestra contingencia y nuestra limitación y reconciliarnos con ella. En el fondo, "jamas nos acabamos de conocer", y yo añadiría de comprender, "si no procuramos conocer a Dios" y comprendernos desde ese conocimiento.

No hay comentarios:

Publicar un comentario