Acabo de comenzar la lectura del libro
"Castillo interior", o "Las Moradas", de Santa
Teresa de Jesús. Y es que uno a veces se cansa de lo que ya está
acostumbrado a leer, y busca un lenguaje y unas vivencias diferentes,
dentro de la riqueza que aporta la tradición compartida a lo largo
de la historia de la Iglesia.
Y me ha sorprendido encontrar, ya desde
el principio, una observación tan actual: la necesidad de conocerse
a sí mismos ("qué bienes puede haber en esta alma, o quién
está dentro"), y de hacerlo no de forma aislada, sino en el
marco de nuestra relación con Dios ("a mi parecer, jamás nos
acabamos de conocer, si no procuramos conocer a Dios"). Muchas
resonancias de la antigüedad clásica (como el "Conócete a ti
mismo" del frontispicio del templo griego de Delfos) y de la
antigüedad cristiana (como el "Tú estabas dentro de mí",
"más interior que mi mayor intimidad", de San Agustín). Y
muchas, también, del actual psicologismo que tanto ayuda a entender
algunos mecanismos de la propia experiencia vital y espiritual, pero
que puede quedar tan limitado cuando lo reducimos al mero mirarnos a
nosotros mismos y no ir más allá de nuestro ombligo. La Santa lo
tiene muy claro: "si nunca salimos de nuestro cieno de miserias,
es mucho inconveniente".
En este vernos a nosotros mismos en
relación a Dios encuentro también otras resonancias. Por un lado,
del relato de la "creación y caída" (Gn 1-3), que
pretende explicar el origen del hombre y su caída a partir de un
supuesto estado ideal que nuestra actual concepción evolucionista
hace difícil de asumir. Sin embargo, los símbolos presentes en ese
relato aún tienen mucha actualidad, y uno de ellos es el que me me
interesa en este momento. Se trata de una de las consecuencias del
pecado, o quizás de uno de sus criterios definidores, y que podría
valer muy bien como una de las posibles comprensiones actuales del
concepto de "pecado original": el hecho de que el hombre ya
no se considere a sí mismo en relación con Dios, sino de forma
autosuficiente desde sí mismo. "Te oí paseando por el jardín,
y tuve miedo, porque estaba desnudo". Comer del "árbol del
bien y del mal" le había dado capacidad al hombre de pensar y
conocer por sí mismo, colocándose al margen de la relación
acogedora que, hasta el momento, había vivido con Dios. Quizás una
gran lección a aprender de esto sea la de utilizar el conocimiento
siempre desde la perspectiva de nuestra relación con Dios, de
nuestro ser en Dios, incluso el conocimiento de nosotros mismos que
cualquier psicología pueda ofrecernos.
La segunda resonancia tiene que ver con
la posibilidad que al hombre creyente le abre, precisamente, ese
contemplarse en las manos del Dios de la misericordia. Porque al
hombre no creyente no le queda más que limitarse a su propia
realidad, a la propia realidad contingente; pero "si nunca
salimos de nuestro cieno de miserias, es mucho inconveniente".
La vida no creyente debe ser capaz de situarse y comprenderse dentro
de esta contingencia, de esta mediocridad que la vida es si no se la
comprende en un marco más amplio en el que encuentre sentido.
Es precisamente ese marco el que, desde
la perspectiva creyente, nos ofrece Dios: la conciencia de que
nuestra contingencia y nuestra limitación no lo es todo, de que
están inmersas en una realidad de plenitud que tiene sentido, y de
que la acogida misericordiosa de Dios nos permite asumir nuestra
contingencia y nuestra limitación y reconciliarnos con ella. En el fondo, "jamas nos
acabamos de conocer", y yo añadiría de comprender, "si no
procuramos conocer a Dios" y comprendernos desde ese
conocimiento.
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